lunes, 11 de enero de 2010

De la razón y el instinto

Cuando recibí la pregunta no pude evitar una sonrisa, no por la simpleza de la pregunta, sino por la complejidad de la misma. Por años, y sin darme cuenta, me acostumbré a las preguntas fáciles, de respuesta inmediata y poca trascendencia. Pero, como se menciona en Vanilla Sky, cada segundo que pasa es una oportunidad de cambiar completamente nuestras vidas.

Entonces, ¿a quién es mejor hacerle caso, a la razón o al instinto? Vaya complicación. Empezaré por explicar que es para mi cada uno de esos términos. La razón es el esfuerzo del intelecto por comprender su entorno. Estudiar los eventos y sus consecuencias es el campo ineludible de la razón. Proyectar los resultados de las acciones es el campo de juegos de la razón. Definir un camino, con todas las paradas previsibles, es el propósito de la razón.

El instinto, por su lado, no tiene estructura, nace con la primera luz de nuestras almas y muere con el último suspiro de nuestros cuerpos. Tiene para mi dos componentes, el fisiológico y el psíquico. Nuestro cuerpo, carente de dominio sobre ello gracias a los designios de la bioquímica, responde a sutiles estímulos: una mirada, una palabra, un gesto. Para bien o para mal, el componente fisiológico del instinto guía nuestra relación con los demás.

Por su parte, el componente psíquico del instinto nos abre puertas veladas a la razón. Es esta faceta del instinto la que nos alerta de caminos que no nos hemos imaginado, la que nos dice si una persona será agradable para nosotros. Algunos llaman a esta parte del instinto “intuición” o “sexto sentido”, porque no logramos aplicar sobre ella ninguna regla y es más fácil darle nombre que interpretación.

La evolución de nuestra forma de vida, tanto interna como social ha llevado a una contraposición de los conceptos de razón e instinto. Uno es estructurado, mientras que el otro carece de proceso de trabajo. De ahí surge la inevitable pregunta de cuál de ellos debe ser escuchado con más atención al momento de tomar decisiones. Actuando en el sentido más amplio posible, analicemos un escenario de superioridad para cada concepto.

En el mundo de la razón todo tiene orden y propósito; por lo que cada paso será estudiado detalladamente antes de darlo. En este escenario, donde no hay espacio para la pasión del instinto, las posibilidades quedan limitadas al poder del intelecto y del conocimiento. Es claro entonces, que sólo los caminos lógicos serán explorados, sólo las opciones conocidas serán analizadas y la improvisación será desechada. ¿Sería ese un mundo feliz? Posiblemente no. Quizá tendríamos un mundo donde todas las cosas funcionarían como debe ser, y esto sería satisfactorio para el estándar de la razón.

En el mundo del instinto, la vida estaría llena de pasiones y de juegos, aunque también de un sufrimiento enorme. Cada vez que sintiéramos que nos hemos equivocados seríamos abrumados por la lluvia de emociones que la razón bloquea: la tristeza, la decepción y la impotencia. Viviríamos segundo a segundo, en una eterna montaña rusa de sentimientos, sin pensar que pasará en el siguiente segundo. ¿Sería ese un mundo feliz? Posiblemente no. Quizá tendríamos un mundo donde la felicidad total exista, aunque débil como un castillo de naipes, sujeta a que el menor viento de tristeza acabe con ella irremediablemente.

Parece entonces, que aunque coloquemos a estos conceptos en extremos opuestos en el control de la vida, no es posible que ninguno de nosotros viva en uno de esos extremos. La razón nos ayuda a lidiar con la frustración derivada del instinto, a salir de los pozos más profundos y a continuar con la vida aunque esta esté llena de tropiezos. El instinto le da alas a la razón, le enseña como una palabra o un gesto significan más que lo que el diccionario dice de ellos, le muestra como almas separadas por todos los obstáculos del mundo pueden vibrar al unísono sin razón aparente.

Cierro entonces diciendo que aunque empecé este texto razonando cada una de las palabras plasmadas, lo termino con una sonrisa enorme en mi cara y con un sentimiento de alegría interminable en mi corazón.

San José, 10 de enero de 2010

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